Agua

¡¡¡¡¡Nooooo!!!!!

Jonathan Swift nunca imaginó a Gulliver con tanta nitidez como la que transmite el pintor Antonio Tapia emergiendo literalmente de sus cuadros, convertido en un gigante ciclópeo en medio de paisajes liliputienses. Nos causa cierta sensación de empequeñecimiento el ver al pintor encaramarse a una catedral de bolsillo para dar a sus muros los últimos retoques o abatirse ante una chimenea industrial cuya emanación no cesa de sangrar a la naturaleza.

Pero nada más lejos de la realidad si entendiéramos estas imágenes -magníficos alter ego de Tapia- como una forma de exhibicionismo. Tapia es humilde en el fondo, aunque en la forma se nos presente con una talla que impresiona. Es su manera de dirigirse al espectador para espetarle directamente sobre problemas que nos acucian, de lanzar un guante retador a nuestras conciencias, de conmover nuestros cimientos más hondos respecto a la crisis de nuestro entorno.

A través de ellos, valiéndose de su propia imagen, Tapia se adentra en la esencia de las cosas, en la identidad profunda de los objetos que retrata. La realidad y lo onírico se encadenan inevitablemente en sus obras. Quizás sea esa la razón de que, en sus cuadros, los sucesos ordinarios puedan convertirse en poesía.